Por Jorge Javier Romero Vadillo
El Gobierno mexicano no se siente cómodo con el escrutinio internacional sobre el respeto a los derechos humanos en el país. Después del horror de Iguala, pareció que Peña Nieto estaba dispuesto a abrir la puerta para que se aireara lo ocurrido y se propició la llegada del grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, con la intención de recuperar algo de la legitimidad perdida por la tragedia. Sin embargo, pronto las relaciones se tensaron porque los informes presentados no fueron del gusto de las autoridades mexicanas, pues echaban por tierra las conclusiones de la Procuraduría General de la República. Después, el Informe del relator de la ONU tampoco fue del gusto gubernamental y le fue retirada la invitación para observar la situación nacional.
La actitud del Gobierno es una respuesta a sus malos resultados en el cumplimiento de sus obligaciones internacionales y constitucionales en un asunto crucial para la construcción de la convivencia civilizada en una sociedad abierta. En los viejos tiempos del régimen del PRI, que parecen revivir a cada momento en muchos estados de la República, el ejercicio de gobierno y de la justicia no se detenía en minucias como evitar el abuso de autoridad, la tortura o en respetar las garantías procesales. Durante alguna época, la de los años terribles de la guerra sucia contra las guerrillas radicales, la desaparición forzada de personas fue parte de la estrategia oficial. Con la llegada de la democracia, pareció que la arbitrariedad en el ejercicio del poder quedaría atrás. Pero la malhadada guerra contra el crimen organizado y las drogas revivió la vieja manera de hacer las cosas del Ejército, involucró también a la Marina y se reprodujo en la Policía Federal recién creada, mientras que nunca dejó de funcionar en los cuerpos locales, incapaces y sin formación alguna.
Sin bien, el responsable de las violaciones a los derechos humanos siempre es el Estado, buena parte de la sociedad mexicana tampoco aprecia la importancia de garantizar plenamente su respeto. En encuestas recientes se muestra, por ejemplo, que un porcentaje aterrador de mexicanos considera que la tortura es un buen método para obtener confesiones y resolver delitos. Buena parte de los mexicanos sigue sin apreciar el valor civilizatorio del proceso debido y del escrupuloso cumplimiento de las leyes en la manera en al que las autoridades combaten los delitos. La mano dura contra la inseguridad sigue teniendo muchos adeptos, a pesar del desastre humanitario en el que se encuentra el país desde que Calderón desató su guerra. El mismo ex Presidente acaba de dar una muestra de su concepción de la justicia, cuando criticó a los jueces por ser demasiado formalistas en sus criterios, en lugar de castigar a los delincuentes.
Los avances jurídicos que en materia de derechos humanos ha dado México no se han traducido, como suele ocurrir en este país con todas las leyes, en prácticas de operación estatales. La fuerza pública se sigue utilizando con torpeza, ineficacia y desaseo legal. Todavía más graves son las aberraciones cometidas en el combate al crimen organizado, donde existen indicios importantes de que las fuerzas de seguridad del Estado no actúan para detener a las bandas criminales, sino para exterminarlas, como se ha probado en el caso de Tlatlaya y muy probablemente se confirme cuando se conozca el informe de la CNDH sobre Tanhuato. Pero, por lo demás, tampoco ha sido todo avances legales en esta materia. En nombre de la seguridad se han reducido derechos constitucionales, como la presunción de inocencia, anulada por la aberración jurídica del arraigo. Ahora parece avanzar una iniciativa que le permitiría al Presidente de la República anular las garantías individuales.
Desde luego que el primer derecho que debe garantizar el Estado es el de una vida segura para toda la población, pero si la seguridad es un pilar de la convivencia, el otro es la libertad, como lo expone Fernando Savater en un artículo en El País de hace unos días. Sobre estos dos pilares se construye todo el edificio de la convivencia civilizada y la argamasa que une las piezas debe ser el orden jurídico aplicado escrupulosamente. No debe, sin embargo, servir la Ley para justificar el abuso y el exceso de la autoridad. Un Estado de derecho eficaz no es aquel que tiene leyes draconianas que legalizan la arbitrariedad, sino aquel que se funda en principios éticos de limitación de la fuerza a lo estrictamente necesario.
Tanto la violación de la Ley en nombre de la seguridad, como la legalización del abuso socavan la legitimidad estatal e impiden que se consolide el respeto social por el orden jurídico, con los efectos sobre la convivencia que todos conocemos y a los que estamos tan acostumbrados.