PorBibiana Faulkner
Regresar a tu primer hogar nunca es poca cosa. Me tomé el fin de semana y fui a la casa –hoy abandonada– de mis padres porque necesitaba llorar. Goteras; focos fundidos; tres, cuatro, seis capas de polvo; un chingo de hojas secas y un fuerte olor a revista vieja en la biblioteca. Blues. No sé, para mí tiene sentido llorar en lugares que se parecen a ti. Por eso llorar hasta deshacerte en los lugares que elijas no es poca cosa. Corrijo: llorar hasta deshacerte no lo es.
Sentada en las escaleras que te llevan a la cocina; usurpando el mismo lugar del último escalón en donde vi a mi hermano llorar una madrugada, recordé cuando era niña y nuestro hogar no era ese en donde estaba sino otro, uno cuatro veces más pequeño: una casita del Infonavit que rentamos baratísima durante cinco años: un cielo chiquito para cinco.
En aquel momento habré tenido unos doce años. Detrás de la casita esta que te cuento en la que mis hermanos y yo fuimos tan felices, había un terreno gigante y olvidado que medía, quizá, lo que una manzana. Lo llamábamos “Las Pacas” porque los que habían llegado antes que nosotros le habían nombrado así porque los que habían llegado antes que ellos lo habían nombrado así.
Aún sentada en ese escalón donde vi a mi hermano llorar, recuerdo que para mí ese lugar –“Las Pacas”– era más bien una torre de trigo. Entre tanto pasto largo y seco había una torre vieja. En medio de la nada. Como puesta ahí por error para que los borrachos que la merodeaban por la noches fueran creando, sin saberlo, un cementerio de cervezas.
Una tarde, siendo muy joven –teniendo aquellos mismos doce años, quizá– y reconociendo mi deseo por sentirme miserable, salí corriendo de casa y atravesé enteras “Las Pacas”. Llegué hasta el pie de la torre de trigo, a lo que era el cadáver de una Victoria, lo azoté contra una piedra y me reventé los labios con una de sus partes. Sin saber bien por qué y también sin intentarlo.
Y, bueno, sigo sentada en este escalón. Todo esto para escribir que diecisiete años después por fin me doy cuenta de que lo único que se necesita para sentirse suficiente es un lugar en donde, si cierras los ojos y algo te recorre desde adentro, puedas llorar.