En México, hoy por hoy, si se quiere ser un periodista crítico, que investigue, denuncie abusos de poder y exhiba la corrupción entre la clase política, tendrá tres caminos: o el panteón, o la censura, o ser denunciado ante tribunales.
La ejecución del reportero Pedro Tamayo en el impune Veracruz, es solo una cuenta más al rosario de crímenes en contra de comunicadores, agudizado desde el sexenio anterior, cuando alrededor de 60 fueron asesinados. La cifra ya alcanza los 120 periodistas mexicanos ajusticiados, con la suma fatal durante el sexenio peñista.
Cierto: algunos colegas optaron por las relaciones peligrosas y pusieron en riesgo su vida, sabiendo que el dinero fácil y manchado pavimenta el camino a un final violento. No podemos cerrar los ojos ante ello. Sin embargo, no todos los periodistas andaban en malos pasos. No todos.
El recurso más condenable y salvaje, por supuesto, es matar al mensajero, y desechar el mensaje. Eliminar la pluma o callar la voz mediante la violencia, a balazos, a golpes, bajo torturas, como se ha agudizado en este sexenio. Bajo el viejo adagio: plata o plomo. Si aceptas, eres aliado. Si rechazas, atente a las consecuencias.
Otra vía permanente y actual es la censura, piedra angular del sistema priista. El control de la prensa. El apretón de manos con el dueño o el director del medio para sellar el infortunio del periodista crítico, que puede ser acotado, desplazado o, simplemente, despedido o eliminados sus espacios desde donde se denunciaban o se cuestionaban los excesos del poder político. Cada que un periodista crítico es silenciado – vía violencia o vía censura-, se mata, al mismo tiempo, una parte de nuestra libertad de expresión y del derecho de saber sobre lo que ocurre en nuestro país. Hay un retroceso democrático, sin duda. Se le da una patada en el trasero a quien incomoda al poder y a cambio, habrá la recompensa vía publicidad, concesión o perdón fiscal, para el medio o grupo empresarial mediático o multimedia. Una vieja estrategia que, con el regreso del PRI al poder presidencial, se ha recrudecido. La lista de plumas y voces silenciada es larga.
Y otra modalidad – si bien no es nueva, aunque sí renovada-, es perversa y preocupante: a cualquier periodista que se atreva a denunciar, exhibir o mencionar siquiera a políticos actuales y de antaño que se han visto involucrados en actos de corrupción, sin importar las pruebas aportadas; o quien siquiera ose mencionar en sus espacios – columnas escritas, radio, televisión (en menor medida) o libros (que son de los últimos reductos de libertad de expresión que les faltaba atacar)-, entonces llega la advertencia: “Nos vemos en tribunales…”.
Aclaro: no se trata de que el periodista tenga licencia para difamar. No es por ahí. Investigar, comprobar y publicar, es la premisa. Tampoco radica en mentir o falsear realidades bajo el argumento soez de decir: “Yo soy periodista y puedo difamarte”. No se trata de erigirnos en difamadores.
Empero, la estrategia de revivir el “nos vemos en tribunales”, lleva una intención perversa por partida doble: primero, desgastar al periodista que es llevado ante el banquillo del juez, emocional y económicamente (los abogados cuestan dinero); y segundo, lanzar, al mismo tiempo, la advertencia a los demás periodistas críticos: mira lo que te puede pasar si te sigues metiendo conmigo. Es un golpe por partida doble que, se quiera o no, reblandece la voluntad de denunciar públicamente los actos de corrupción, so pena de ser demandado penalmente y llevado ante el Juez.
Pero en esta última trama, hay algo todavía más alarmante:
Que el juez en turno sea generoso – por decirlo de alguna manera-, con el poderoso que denuncia, y que, a pesar de las pruebas presentadas por el periodista, las deseche y por consigna, lo sentencie y falle en su contra. Sobra jueces benévolos con el poder, proclives a la corrupción y a los favores, y que actúan de manera parcial en detrimento de la libertad de expresión.
Eso debe preocuparnos en el fondo: jueces que se sometan y fallen de antemano contra periodistas llevados al banquillo de los acusados, sin importar si son o no culpables. Juzgarlos por adelantado.
Es altamente preocupante.
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Si Carmen Aristegui – la voz radiofónica más crítica, reconocida y respetada de la prensa mexicana- se quedó, primero, sin micrófono, y ahora es llevada ante los tribunales, no es coincidencia. Con Carmen fue un proceso de eliminación de opciones: no la podemos matar, pero sí la censuramos y luego la llevamos ante un Juez. ¡Para que se le quite andarle jugando al periodista valiente!
Y, sobre todo, para que les quede claro a los demás periodistas: si denuncias, te mato, te censuro o te llevo ante los tribunales.